Quizá by Morris Gleitzman

Quizá by Morris Gleitzman

autor:Morris Gleitzman
La lengua: spa
Format: epub
Tags: nazi;nazismo;niño;escapar;sobrevivir;pijama de rayas;campos de concentración: Segunda Guerra Mundial;aliados;Estados Unidos;Australia;Polonia;Alemania
ISBN: 9788417248543
editor: Kailas Editorial
publicado: 2019-05-29T00:00:00+00:00


Quizá las personas de esta casa nos den un vaso de agua aun cuando sean desagradables y nos echen con cajas destempladas.

Es lo que le digo a Anya con un nudo en la garganta.

Me mira.

—Ya estás otra vez pensando en lo malo—me dice—. Quizá sean buenas personas.

Tiene razón. Estoy volviendo a caer en los malos hábitos. Creo que la insolación y la deshidratación empiezan a afectarme al cerebro.

Nos ha llevado varias horas llegar hasta aquí. Estamos muertos de sed. Pero ya solo nos quedan un par de campos de cultivo que atravesar, secos y polvorientos, salpicados con un puñado de reses escuálidas.

Y entonces llegaremos a la casa. Si antes no nos desmayamos.

Veo algo más adelante. Rodeo a Anya con un brazo y la ayudo a caminar hacia allí.

Un abrevadero herrumbroso con agua embarrada en su interior.

Nos hincamos de rodillas y bebemos, a grandes tragos, sin que el barro nos importe.

Tan pronto como se aplaca mi sed, siento un hambre atroz.

Lo mismo le sucede a Anya. Saca de su bolsillo unas tiras de carne seca y nos las embutimos en la boca. Luego nos afanamos en sacudirnos de encima parte del polvo y en recomponernos el pelo sudado.

—Todavía no me lo creo —digo—. ¿Cómo es que no vi la casa mientras descendía?

—Solo hay una —dice Anya—. Así que era fácil que la pasaras por alto.

Esta es una de las razones por las que Anya me gusta tanto. Es amable. Hay mucha gente que no lo es, hoy por hoy.

—Entonces, ¿sabemos bien lo que vamos a contar? —le digo.

Repasamos nuestra historia una última vez, luego atravesamos los últimos campos que nos separan de la casa.

Junto a la casa está aparcado un camión viejo y desvencijado, y esto me anima. Seguro que hay alguien en casa.

Hay dos puertas delanteras.

La primera es una curiosa puerta abatible de tela metálica. La abro y llamo con los nudillos a la puerta principal que hay a continuación. Las dos puertas están tan desvencijadas y viejas como el camión y tan secas y polvorientas como el resto de la casa y el resto de Australia.

Nadie acude a abrir.

Doy unos cuantos golpes más, luego grito «¡hola!» unas cuantas veces, lo más alto que puedo.

No hay respuesta.

—Estarán fuera —digo.

Echamos un vistazo a los campos. Ahí no hay nadie trabajando. ¿Dónde estará esa gente? Aquí no hay vecinos a los que puedan estar haciendo una visita para echar una partida de cartas o para pedir prestada una manguera con la que darle un manguerazo de agua a la casa.

—Tendremos que llevarnos el camión —dice Anya.

La miro.

—No tenemos las llaves —digo.

Anya eleva la mirada al cielo, como quien pide paciencia. A veces se me olvida que tenía su propia pandilla de delincuentes en la ciudad.

Anya hace ademán de dirigirse hacia el camión y, en ese preciso momento, la puerta de la casa se abre de par en par.

Un anciano con el pelo blanco y barba de cuatro días se nos queda mirando.

—¿Qué? —dice.

Vacilo unos instantes, en parte porque el hombre parece enfadado y en parte porque he de ordenar nuestra historia en mi cabeza.



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